El olor a azahar flotaba en el aire granadino cuando Elena, Teresa y Pilar llegaron al pequeño hotel de techos bajos y paredes encaladas, justo al lado del Albaicín. Las tres habían sido invitadas al "Encuentro de Poetas en Red", un evento que reunía a amantes de los versos entre los históricos muros de la antigua Universidad de Medicina y el Claustro de San Bernardo.
—¡Ay, Dios mío, literas! —exclamó Pilar al abrir la puerta de la habitación triple—. ¿En serio? ¿Nosotras, con estas rodillas?
Teresa, la más práctica del grupo, ya estaba desplegando su maleta con precisión militar.
—Bueno, yo me quedo con la de abajo, que si no, mañana amanezco en el suelo.
Elena, tímida y con su bastón apoyado en la mesilla, sonrió.
—Yo… puedo subir.
—¡Ni lo sueñes! —intervino Pilar, lanzando una almohada a Teresa, que esquivó con elegancia—. Tú abajo, con nosotras de guardaespaldas.
Y así empezó la primera noche: entre risas, quejas por el colchón demasiado blando y el descubrimiento de que Pilar roncaba como un motor de barco.
—¡Es imposible! —susurró Teresa a Elena, tapándose la cabeza con una manta a las tres de la madrugada—. ¿Cómo puede alguien hacer tanto ruido y seguir durmiendo tan tranquila?
Elena contuvo una carcajada cuando, de repente, Pilar se incorporó medio dormida y murmuró:
—¿Alguien ha dicho "metáfora"?
Al día siguiente, el sol bañaba las calles empedradas mientras las tres paseaban hacia la antigua Universidad. Teresa llevaba el mapa como un general, señalando cada esquina con precisión.
—Por aquí se llega más rápido, pero hay cuesta —dijo, mirando a Elena con preocupación.
—No pasa nada —respondió Elena, apretando el bastón—. Voy… a mi ritmo.
Teresa, en un gesto espontáneo, le ofreció el brazo.
—Nosotras somos tus “andaderas poéticas”.
Y así avanzaron, tres mujeres de mediana edad (dos más ruidosas, una más callada), deteniéndose en cada rincón que olía a historia y verso. En el Claustro de San Bernardo, bajo los arcos moriscos, leyeron sus poemas. Elena, con voz temblorosa pero clara, recitó unos versos sobre la fragilidad y la luz. Pilar y Teresa la miraron con ojos brillantes.
—Eso sí que es poesía —susurró Teresa—. Nos acabas de dar una lección, chiquilla.
Por las noches, compartían tapas en bares escondidos, riendo de sus propios despistes (Teresa confundió a un turista con un poeta famoso y le elogió un poema que no era suyo). Elena, aunque callada, guardaba cada instante como un tesoro: cómo Pilar discutía con el camarero por el tamaño de las raciones, cómo Teresa leía en voz alta carteles mal traducidos, cómo ambas, sin decir nada, ajustaban el paso al suyo.
La última mañana, antes del recorrido final, Elena dudó.
—No sé si podré… con tanto andar.
Teresa y Pilar se miraron.
—Pues nosotras sí sabemos —dijo Pilar, sacando un paquete—. “Taxi-poético”, directo a los lugares clave. Y paradas para helado.
Elena rió, emocionada. No era solo Granada, ni la poesía, ni los versos. Era “esto”: la complicidad de dos mujeres que, entre ronquidos y risas, le habían enseñado que la vida se camina mejor en compañía.
Y así, entre paseos, poemas y algún que otro tropiezo, las tres cerraron su aventura granadina con un brindis.
—Por la poesía —dijo Teresa.
—Por los viajes —añadió Pilar.
—Por… ustedes —murmuró Elena, levantando su copa con el corazón lleno.