Entre paredes blancas y silencios frágiles,
llegaron sin alas, con risas y pan.
Un matrimonio de campo, manos nobles y ágiles,
arcáicos en palabras, pero eternos en su afán.
Él, con historias de surcos y olivos,
ella, tejiendo versos de un tiempo sin reloj.
En sus ojos, el eco de los campos olivos,
y en su voz, un arrullo que calmó mi temblor.
Pero hubo más ángeles tras batas blancas y frías:
médicos que bordaron con hilos de precisión,
enfermeras que urgían noches y madrugadas frías
con termómetros, sonrisas y cálida dedicación.
Cirujanos de oficio, con manos de ciencia y fe,
bordaron en mi codo un milagro de papel estéril.
Su sabiduría, brújula; su tacto, un dulce vaivén…
¡Cuánto amor se esconde tras un gesto profesional!
Y en las sombras del alba, cuando el dolor susurraba,
una voz de enfermera, como brisa, me envolvió.
«Todo irá bien», decía, y la esperanza brotaba
en goteros de calma que su oficio me brindó.
Dos días de infusiones, de noches entre lares,
mientras la luna espiaba tras el cristal opaco.
El quirófano llamó, y entre luces solares,
mi codo se hizo nuevo bajo un cielo de láser y taco.
Ahora el dolor es sombra que el viento se llevó,
y en casa me aguardan, con el sol en el umbral.
Los ángeles se quedan... su bondad respiró
en mi piel, en mi almohada, en este vuelo hacia la paz.
—Porque hasta en el infortunio, la vida dibuja tramas:
los doctores sanaron el codo, los humanos el alma.
Gracias, héroes sin capa, por devolverme el alba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario