viernes, 11 de abril de 2025

Esther y los pasos perdidos



El mundo de Esther se construyó sobre un temblor. Desde que aprendió a caminar, el suelo fue un aliado traicionero. A los cinco años, mientras corría tras las mariposas en el jardín de la casa familiar, sus rodillas se estrellaron contra las piedras del sendero. La sangre manchó su vestido amarillo, pero su risa, aguda como el canto de un grillo, se mezcló con el viento. «¡Soy una guerrera!», gritó a su madre, levantándose con las palmas llenas de tierra. Esa fue la primera vez que el dolor se transformó en orgullo.  
A los doce, los tropiezos ya no eran anécdotas, sino señales. En la escuela, sus caídas bruscas entre los pasillos la convirtieron en blanco de miradas compasivas. «¿Te duele algo, Esther?», preguntaban los profesores. Ella negaba, mordiendo el labio. Por las noches, frotaba sus piernas frente al espejo, como si con la fricción pudiera devolverles la firmeza. Su hermano pequeño, Lucas, la espiaba desde la puerta. «Eres como un árbol en una tormenta», le dijo una vez, y ella rio, aunque esa noche lloró en silencio, ahogando el sonido en la almohada.  
La muerte de Lucas llegó en un atardecer de octubre. Un coche mal estacionado, una bicicleta que salió disparada como un pájaro herido. Esther sintió que el mundo se partía en dos: de un lado, la vida antes de aquel grito desgarrado; del otro, un vacío que se colaba por las grietas de su casa. Su madre, Marta, dejó de tejer bufandas y de cantar en la cocina. Se convirtió en un espectro que miraba por la ventana, hasta que un día, tres años después, se acostó y no volvió a levantarse. «Es el corazón», dijeron los médicos, pero Esther sabía que había sido el dolor el que la consumió.  
A los veinticinco, Esther vivía en un apartamento diminuto, con ventanas que daban a un callejón donde los gatos maullaban al amanecer. Sus piernas, antes rebeldes, ahora eran pesadas como troncos podridos. Cada mañana, al despertar, ejecutaba un ritual: flexionar los dedos de los pies, masajear los músculos tensos, respirar hondo antes de dejarse caer al borde de la cama. El suelo era un enemigo íntimo, un espejo que le devolvía su fragilidad.  
—¿Necesitas ayuda? —preguntaba su prima Rosa los domingos, mientras horneaba pan de nuez, cuyo aroma dulzón inundaba la cocina.  
—No —mentía Esther, aferrándose al mármol de la mesa hasta que los nudillos le palidecían.  
Rosa no insistía, pero dejaba el andador junto a la puerta, discreto y amenazante.  
Fue Javier, el primo poeta, quien notó la sombra en su mirada. Él llegaba con libros bajo el brazo y le leía versos de Neruda y Mistral en voz alta, mientras ella cerraba los ojos, imaginando que las palabras eran bálsamo para sus huesos. Una tarde, tras recitar «Caminante, no hay camino, se hace camino al andar», Javier posó el libro sobre su regazo.  
—Tu camino es distinto, Esther, pero sigue siendo tuyo —dijo, y su voz tembló levemente, como si las palabras le costaran más de lo que admitía.  
Clara, su amiga desde la infancia, era la única que no evitaba la crudeza.  
—Vas a usar el maldito bastón —le espetó un día, tras verla caer frente al espejo del baño—. No es una derrota, es… otra forma de luchar.  
Esther miró el bastón, de madera oscura y empuñadura plateada, que llevaba semanas acumulando polvo en un rincón. Lo tocó: frío, áspero, ajeno. Pero cuando lo sostuvo frente a sí, sintió algo extraño. No era resignación, sino rabia. Una rabia fina, afilada, que le recordaba a cuando era niña y se levantaba con tierra en los dientes.  
La primera vez que salió a la calle con él, el sonido del metal golpeando las baldosas le quemó los oídos. Los vecinos la miraron con esa pena disfrazada de sonrisa que tanto odiaba. Pero en el parque, al sentarse en su banco favorito, notó algo: el bastón le permitía alargar la mano para tocar las hojas del arce que tanto amaba. Y cuando una niña pequeña pasó corriendo y tropezó cerca de ella, Esther, sin pensarlo, extendió el bastón para que la pequeña se agarrara.  
—Gracias, señora —dijo la niña, con una sonrisa que le partió el alma.  
«Señora», repitió mentalmente. A sus veinticinco años, el título le sonó a crueldad. Pero esa noche, mientras escribía en su diario —un cuaderno forrado en tela azul, donde volcaba versos desde los catorce—, encontró una verdad incómoda: el bastón no la hacía invisible. La hacía más real.  
Los días se volvieron una coreografía de movimientos calculados. Levantarse, apoyarse, respirar. A veces, el miedo la paralizaba: «¿Y si nunca más puedo viajar sola? ¿Si mis poemas se quedan encerrados en estas cuatro paredes?». Entonces, recordaba a su madre cosiendo en silencio tras la muerte de Lucas, las agujas tejiendo dolor en puntadas perfectas. Recordaba a Javier leyendo con voz firme, a Clara riendo como si el mundo no pesara.  
Una tarde, mientras clasificaba fotos viejas, encontró una de Lucas sentado en sus hombros, ambos riendo en un campo de girasoles. Esther apretó la imagen contra el pecho y dejó que las lágrimas mojaran el plástico. Luego, tomó su bastón, salió a la calle, y caminó hasta la librería donde trabajaba Javier. Le costó una hora recorrer tres calles, pero cuando llegó, su primo la abrazó sin decir nada. El olor a papel viejo y café le recordó que, aunque el mundo se movía más rápido que ella, aún podía alcanzarlo.  
—No voy a dejar de escribir —susurró esa noche, mirando la luna desde su ventana—. Ni de vivir.  
Y aunque sus pasos eran lentos, cada uno llevaba grabado el eco de todos los que había dado antes.  
FIN


No hay comentarios:

Publicar un comentario