viernes, 18 de abril de 2025

Viernes Santo: Luz entre las Sombras

 


Buenos días en este viernes de luto y misterio,  
donde el sol, como un cirio pálido, enrojece el sendero.  
Las nubes son mantos de un silencio profundo,  
y el viento susurra tu nombre, oh Cristo, al mundo.  
 
Los olivos, testigos de tu agonía,  
inclinan sus ramas en muda elegía.  
Mientras el río, cual lágrima que fluye sin consuelo,  
lleva en su corriente un reflejo del cielo.  
 
Hoy la tierra es un pañuelo de doliente terciopelo,  
y cada flor, una lágrima abierta en el suelo.  
Pero en la cruz, como un árbol de raíces eternas,  
brota la savia nueva que al mundo gobierna.  
 
No es el fin, es la semilla enterrada,  
el grano que muere para dar espiga dorada.  
El alba calla, esperando su hora,  
mientras la esperanza germina y devora  
 
la noche del alma... ¡Resurrección se aproxima!  
Como el trigo que nace tras la nieve en la cima.  
Viernes de dolor, pero con aroma a aurora,  
pues tu amor, Señor, es savia que renace y aflora.  
 
Amén. ✝️🌿



jueves, 17 de abril de 2025

Raices de Luz


Aunque el viento me haya quebrado,  
y mis ramas sigan temblando,  
soy semilla que no olvida  
el secreto del bosque: seguir creciendo.  
 
No hay caída que no enseñe  
a mis pies a arraigar más hondo,  
como el roble que, herido,  
inventa nuevos brotes desde el fondo.  
 
Soy frágil, sí, colibrí tembloroso,  
pero mi vuelo es un canto insistente:  
bebo de las flores más amargas  
y las convierto en mieles de Oriente.  
 
La tierra grita: "Levántate",  
con voz de raíz y río,  
porque hasta el cactus en el desierto  
guarda dentro un agua de estío.  
 
No temo, no. La vida pinta  
con pinceles de tormenta,  
pero después de cada aguacero  
nace un verde que no se ahoga,  
una enredadera que busca el cielo  
y un sol que nunca se esconde del todo.  
 
¡Adelante, corazón de savia!  
Que hasta el bambú, antes de erguirse,  
aprende a doblarse con gracia.  
Hoy me visto de hojas nuevas,  
y aunque el miedo me susurre,  
le respondo con alas de fénix  
y un tallo que no se quiebra.  
 
Porque soy de barro y estrella,  
de polvo y roca eterna,  
y en mi pecho late el monte  
que convierte el miedo en fuerza.  


miércoles, 16 de abril de 2025

Raices al Viento


Ya no soy la gacela
que cruzaba la pradera, 
ahora soy hierba temblorosa
con la lluvia primera.  
 
El coyote del miedo  
ronca en mi oreja, 
y mis huellas,
—antes seguras—
ahora son hojas
que el viento aleja. 
 
¿Y si soy semilla
que el invierno aplasta? 
¿Y si soy pájaro 
con el ala quebrada?
 
Pero no… 
Porque bajo la tierra, 
aún tiembla la raíz, 
y el roble que fui
no se rinde así.
 
Aprenderé de la enredadera,
que trepa despacio,  
y del colibrí 
que vuela cansado,
pero no se calla.
 
Mis huesos son troncos  
que el tiempo restaurará,
mi sangre es savia
que volverá a latir. 
 
Y aunque el lodo me jale,
y la noche me diga  
que me quede quieta… 
¡Yo seré tormenta! 
¡Tormenta que revive!




domingo, 13 de abril de 2025

El Colibrí y el León



Mis alas son frágiles,  
pequeñas, casi invisibles,  
el viento me empuja  
y a veces me hace caer.  
 
Pero late dentro de mí 
un rugido escondido,  
el corazón de un león  
que no sabe de miedo.  
 
El cuerpo es ligero,  
tembloroso, cansado,  
pero el alma es feroz,  
incansable, indomable.  
 
No es la fuerza del músculo  
la que escribe mi historia,  
sino el fuego que guardo  
en las alas rotas.  
 
Porque el colibrí vuela  
aunque el cielo sea pesado,  
y el león que llevo dentro  
no se rinde al cansancio.  
 
Así, con plumas débiles  
y un corazón de batalla,  
cruzo esta tormenta  
con esperanza en el alma.  
 
Y si el cuerpo flaquea,  
si las alas se quiebran,  
el rugido persiste...  
y la lucha no termina. 


Trenzas Salvajes y sus gomas rebeldes

 

No eran adornos,  
Eran declaraciones de guerra:  
gomas neón,  
elásticos gastados,  
nudos que sostenían el universo
mientras ella corría  
contra el viento.  
 
Llevaba el pelo  
como mapa de batallas:  
—aquí una tarde de abril,  
—allí la huella de un portazo,  
—este rizo rebelde, testigo de carcajadas  
que aún resuenan en los armarios.  
 
Las gomas no eran de niña,  
eran de arquera
—tensando recuerdos,  
—disparando versos,  
mientras las trenzas,  
deshechas a medio día,  
contaban secretos  
que el espejo nunca entendió 



La Escayola de la Vida

 

Hoy, con la escayola en mi caminar,  
siento el peso de la inmovilidad,  
pero también la luz de la bondad.  
 
La amistad es brisa en el dolor,  
los vecinos, manos en mi puerta,  
la familia, mi eterna certeza.  
 
Qué suerte es saber, en la caída,  
que no estoy sola en la cañada:  
amigos, risas, pan compartido,  
y el corazón que nunca olvida.  
 
La escayola romperá algún día,  
pero este amor... ¡quedará en la mía!  



viernes, 11 de abril de 2025

Viernes de Dolores, madre querida


En altares de lirios y penumbras,  
la luz de una vela tiembla y rezuma,  
Viernes de Dolores, la tierra se encumbra,  
pero hoy mi alma en silencio naufraga y se arrumba.  
 
Eras el aroma de la albahaca fresca,  
el consuelo que el tiempo no apresa.  
2023 te llevó en su premura,  
y hoy tu ausencia es mi noche oscura.  
 
Siento tu mano en el viento ligera,  
tu voz en el canto de la enredadera.  
Me abrazas en sombras de la tarde caída,  
y en cada plegaria, renace tu vida.  
 
Hoy el dolobre pesa más que el cielo,  
las campanas doblan sin consuelo.  
Busco tu risa en el rocío del alba,  
y solo me abraza la nostalgia que cala.  
 
Pero en el murmullo del agua serena,  
en la semilla que la tierra ordena,  
sé que tu amor, como raíz profunda,  
eterna florece... aunque el mundo se hunda.  
 
Madre, no es adiós, es hasta siempre,  
en cada latido, en la savia que siente.  
Viernes de Dolores... tu luz me acompaña,  
en el alma llevo tu eterna guirnalda.


Rodeada de Ángeles

 

Entre paredes blancas y silencios frágiles,  
llegaron sin alas, con risas y pan.  
Un matrimonio de campo, manos nobles y ágiles,  
arcáicos en palabras, pero eternos en su afán.  
 
Él, con historias de surcos y olivos,  
ella, tejiendo versos de un tiempo sin reloj.  
En sus ojos, el eco de los campos olivos,  
y en su voz, un arrullo que calmó mi temblor.  
 
Pero hubo más ángeles tras batas blancas y frías:
médicos que bordaron con hilos de precisión,  
enfermeras que urgían noches y madrugadas frías
con termómetros, sonrisas y cálida dedicación.
 
Cirujanos de oficio, con manos de ciencia y fe,
bordaron en mi codo un milagro de papel estéril. 
Su sabiduría, brújula; su tacto, un dulce vaivén… 
¡Cuánto amor se esconde tras un gesto profesional!  
 
Y en las sombras del alba, cuando el dolor susurraba,
una voz de enfermera, como brisa, me envolvió. 
«Todo irá bien», decía, y la esperanza brotaba  
en goteros de calma que su oficio me brindó.  
 
Dos días de infusiones, de noches entre lares,  
mientras la luna espiaba tras el cristal opaco.  
El quirófano llamó, y entre luces solares,  
mi codo se hizo nuevo bajo un cielo de láser y taco.  
 
Ahora el dolor es sombra que el viento se llevó,  
y en casa me aguardan, con el sol en el umbral.  
Los ángeles se quedan... su bondad respiró  
en mi piel, en mi almohada, en este vuelo hacia la paz.  
 
—Porque hasta en el infortunio, la vida dibuja tramas:  
los doctores sanaron el codo, los humanos el alma. 
Gracias, héroes sin capa, por devolverme el alba.


Esther y los pasos perdidos



El mundo de Esther se construyó sobre un temblor. Desde que aprendió a caminar, el suelo fue un aliado traicionero. A los cinco años, mientras corría tras las mariposas en el jardín de la casa familiar, sus rodillas se estrellaron contra las piedras del sendero. La sangre manchó su vestido amarillo, pero su risa, aguda como el canto de un grillo, se mezcló con el viento. «¡Soy una guerrera!», gritó a su madre, levantándose con las palmas llenas de tierra. Esa fue la primera vez que el dolor se transformó en orgullo.  
A los doce, los tropiezos ya no eran anécdotas, sino señales. En la escuela, sus caídas bruscas entre los pasillos la convirtieron en blanco de miradas compasivas. «¿Te duele algo, Esther?», preguntaban los profesores. Ella negaba, mordiendo el labio. Por las noches, frotaba sus piernas frente al espejo, como si con la fricción pudiera devolverles la firmeza. Su hermano pequeño, Lucas, la espiaba desde la puerta. «Eres como un árbol en una tormenta», le dijo una vez, y ella rio, aunque esa noche lloró en silencio, ahogando el sonido en la almohada.  
La muerte de Lucas llegó en un atardecer de octubre. Un coche mal estacionado, una bicicleta que salió disparada como un pájaro herido. Esther sintió que el mundo se partía en dos: de un lado, la vida antes de aquel grito desgarrado; del otro, un vacío que se colaba por las grietas de su casa. Su madre, Marta, dejó de tejer bufandas y de cantar en la cocina. Se convirtió en un espectro que miraba por la ventana, hasta que un día, tres años después, se acostó y no volvió a levantarse. «Es el corazón», dijeron los médicos, pero Esther sabía que había sido el dolor el que la consumió.  
A los veinticinco, Esther vivía en un apartamento diminuto, con ventanas que daban a un callejón donde los gatos maullaban al amanecer. Sus piernas, antes rebeldes, ahora eran pesadas como troncos podridos. Cada mañana, al despertar, ejecutaba un ritual: flexionar los dedos de los pies, masajear los músculos tensos, respirar hondo antes de dejarse caer al borde de la cama. El suelo era un enemigo íntimo, un espejo que le devolvía su fragilidad.  
—¿Necesitas ayuda? —preguntaba su prima Rosa los domingos, mientras horneaba pan de nuez, cuyo aroma dulzón inundaba la cocina.  
—No —mentía Esther, aferrándose al mármol de la mesa hasta que los nudillos le palidecían.  
Rosa no insistía, pero dejaba el andador junto a la puerta, discreto y amenazante.  
Fue Javier, el primo poeta, quien notó la sombra en su mirada. Él llegaba con libros bajo el brazo y le leía versos de Neruda y Mistral en voz alta, mientras ella cerraba los ojos, imaginando que las palabras eran bálsamo para sus huesos. Una tarde, tras recitar «Caminante, no hay camino, se hace camino al andar», Javier posó el libro sobre su regazo.  
—Tu camino es distinto, Esther, pero sigue siendo tuyo —dijo, y su voz tembló levemente, como si las palabras le costaran más de lo que admitía.  
Clara, su amiga desde la infancia, era la única que no evitaba la crudeza.  
—Vas a usar el maldito bastón —le espetó un día, tras verla caer frente al espejo del baño—. No es una derrota, es… otra forma de luchar.  
Esther miró el bastón, de madera oscura y empuñadura plateada, que llevaba semanas acumulando polvo en un rincón. Lo tocó: frío, áspero, ajeno. Pero cuando lo sostuvo frente a sí, sintió algo extraño. No era resignación, sino rabia. Una rabia fina, afilada, que le recordaba a cuando era niña y se levantaba con tierra en los dientes.  
La primera vez que salió a la calle con él, el sonido del metal golpeando las baldosas le quemó los oídos. Los vecinos la miraron con esa pena disfrazada de sonrisa que tanto odiaba. Pero en el parque, al sentarse en su banco favorito, notó algo: el bastón le permitía alargar la mano para tocar las hojas del arce que tanto amaba. Y cuando una niña pequeña pasó corriendo y tropezó cerca de ella, Esther, sin pensarlo, extendió el bastón para que la pequeña se agarrara.  
—Gracias, señora —dijo la niña, con una sonrisa que le partió el alma.  
«Señora», repitió mentalmente. A sus veinticinco años, el título le sonó a crueldad. Pero esa noche, mientras escribía en su diario —un cuaderno forrado en tela azul, donde volcaba versos desde los catorce—, encontró una verdad incómoda: el bastón no la hacía invisible. La hacía más real.  
Los días se volvieron una coreografía de movimientos calculados. Levantarse, apoyarse, respirar. A veces, el miedo la paralizaba: «¿Y si nunca más puedo viajar sola? ¿Si mis poemas se quedan encerrados en estas cuatro paredes?». Entonces, recordaba a su madre cosiendo en silencio tras la muerte de Lucas, las agujas tejiendo dolor en puntadas perfectas. Recordaba a Javier leyendo con voz firme, a Clara riendo como si el mundo no pesara.  
Una tarde, mientras clasificaba fotos viejas, encontró una de Lucas sentado en sus hombros, ambos riendo en un campo de girasoles. Esther apretó la imagen contra el pecho y dejó que las lágrimas mojaran el plástico. Luego, tomó su bastón, salió a la calle, y caminó hasta la librería donde trabajaba Javier. Le costó una hora recorrer tres calles, pero cuando llegó, su primo la abrazó sin decir nada. El olor a papel viejo y café le recordó que, aunque el mundo se movía más rápido que ella, aún podía alcanzarlo.  
—No voy a dejar de escribir —susurró esa noche, mirando la luna desde su ventana—. Ni de vivir.  
Y aunque sus pasos eran lentos, cada uno llevaba grabado el eco de todos los que había dado antes.  
FIN


jueves, 10 de abril de 2025

Oda al bastón

 

¡Ay, sonrisa traicionera  
que escondías mi tropiezo,  
cuando el suelo con fiereza  
me besó sin mi permiso!  
 
Resbalé como tortuga  
sobre cáscara de plátano,  
y el mundo, en un giro absurdo,  
me escupió contra el asfalto.  
 
Clavé la mirada al cielo  
—punto fijo, sin retorno—  
pensando: "Amor, ya no puedo  
caer sola en este absurdo".  
 
Pero entonces, ¡oh, destino!,  
entre luces y vergüenza,  
surgió tú, noble bastón,  
mi fiel vara de paciencia.  
 
Te bautizo "Don Porrazo",  
caballero de tres patas,  
que en mis pasos titubeantes  
me salvas de las desgracias.  
 
No más abrazos al suelo,  
no más suspiros al viento,  
contigo, viejo cómplice,  
desafío al firmamento.  
 
¿Que cojeo? ¡Es un baile!  
¿Que tropiezo? ¡Pura técnica!  
Contra la gravedad maldita  
tú eres mi arma poética.  
 
Y si el amor se asoma  
con mirada lastimera,  
le diré, entre risa y ceño:  
"Amaré... pero con muleta".  
 
¡Adelante, bastón brujo,  
vara de ébano risueño!  
Juntos haremos camino  
—y si no, al menos un renguero—.  
 
La vida es caer y erguirse  
con estruendo o con elegancia.  
Yo elijo reírme a gritos…  
¡y clavar tu elegancia!  
 
(P.D.: Si el suelo me reclama,  
respondo con tu madera:  
"La próxima, querido enemigo,  
¡será una pelea a tres piernas!").  
 
Y así, entre tropezones y carcajadas, la poetisa y su bastón conquistaron el mundo... un paso cojo a la vez.


miércoles, 9 de abril de 2025

La luz en la grieta

 

Se rompió el codo,  
no el temple.  
La herida abre su fuego,  
pero la mano sigue escribiendo.  
 
Dolor, viejo maestro,  
tú que tallas estatuas  
en la carne frágil:  
hoy me inclino,  
pero no me quiebro.  
 
La fractura es un relámpago  
que ilumina el hueso,  
y yo, aprendiz de tormentas,  
aprieto los dientes  
y sostengo el cielo con el brazo sano.  
 
Que vean:  
no es valiente quien no cae,  
sino quien se levanta  
con el yeso como armadura  
y el llanto convertido en semilla.  
 
Agosto el cuerpo,  
pero no la raíz.  
La grieta será, al final,  
el lugar por donde entre la luz.

domingo, 6 de abril de 2025

Tres poetas en Granada


 El olor a azahar flotaba en el aire granadino cuando Elena, Teresa y Pilar llegaron al pequeño hotel de techos bajos y paredes encaladas, justo al lado del Albaicín. Las tres habían sido invitadas al "Encuentro de Poetas en Red", un evento que reunía a amantes de los versos entre los históricos muros de la antigua Universidad de Medicina y el Claustro de San Bernardo.  

—¡Ay, Dios mío, literas! —exclamó Pilar al abrir la puerta de la habitación triple—. ¿En serio? ¿Nosotras, con estas rodillas?  

Teresa, la más práctica del grupo, ya estaba desplegando su maleta con precisión militar.  

—Bueno, yo me quedo con la de abajo, que si no, mañana amanezco en el suelo.  

Elena, tímida y con su bastón apoyado en la mesilla, sonrió.  

—Yo… puedo subir.  

—¡Ni lo sueñes! —intervino Pilar, lanzando una almohada a Teresa, que esquivó con elegancia—. Tú abajo, con nosotras de guardaespaldas.  

Y así empezó la primera noche: entre risas, quejas por el colchón demasiado blando y el descubrimiento de que Pilar roncaba como un motor de barco.  

—¡Es imposible! —susurró Teresa a Elena, tapándose la cabeza con una manta a las tres de la madrugada—. ¿Cómo puede alguien hacer tanto ruido y seguir durmiendo tan tranquila?  

Elena contuvo una carcajada cuando, de repente, Pilar se incorporó medio dormida y murmuró:  

—¿Alguien ha dicho "metáfora"?  

Al día siguiente, el sol bañaba las calles empedradas mientras las tres paseaban hacia la antigua Universidad. Teresa llevaba el mapa como un general, señalando cada esquina con precisión.  

—Por aquí se llega más rápido, pero hay cuesta —dijo, mirando a Elena con preocupación.  

—No pasa nada —respondió Elena, apretando el bastón—. Voy… a mi ritmo.  

Teresa, en un gesto espontáneo, le ofreció el brazo.  

—Nosotras somos tus “andaderas poéticas”.  

Y así avanzaron, tres mujeres de mediana edad (dos más ruidosas, una más callada), deteniéndose en cada rincón que olía a historia y verso. En el Claustro de San Bernardo, bajo los arcos moriscos, leyeron sus poemas. Elena, con voz temblorosa pero clara, recitó unos versos sobre la fragilidad y la luz. Pilar y Teresa la miraron con ojos brillantes.  

—Eso sí que es poesía —susurró Teresa—. Nos acabas de dar una lección, chiquilla.  

Por las noches, compartían tapas en bares escondidos, riendo de sus propios despistes (Teresa confundió a un turista con un poeta famoso y le elogió un poema que no era suyo). Elena, aunque callada, guardaba cada instante como un tesoro: cómo Pilar discutía con el camarero por el tamaño de las raciones, cómo Teresa leía en voz alta carteles mal traducidos, cómo ambas, sin decir nada, ajustaban el paso al suyo.  

La última mañana, antes del recorrido final, Elena dudó.  

—No sé si podré… con tanto andar.  

Teresa y Pilar se miraron.  

—Pues nosotras sí sabemos —dijo Pilar, sacando un paquete—. “Taxi-poético”, directo a los lugares clave. Y paradas para helado.  

Elena rió, emocionada. No era solo Granada, ni la poesía, ni los versos. Era “esto”: la complicidad de dos mujeres que, entre ronquidos y risas, le habían enseñado que la vida se camina mejor en compañía.  

Y así, entre paseos, poemas y algún que otro tropiezo, las tres cerraron su aventura granadina con un brindis.  

—Por la poesía —dijo Teresa.  

—Por los viajes —añadió Pilar.  

—Por… ustedes —murmuró Elena, levantando su copa con el corazón lleno.  

Y el eco de sus risas se quedó para siempre entre las piedras de Granada.



sábado, 5 de abril de 2025

Los hijos de la sombra


 Habría sido hermoso,  
como el rumor del río que nunca pasó por mi puerta,  
como el pan que nunca partí en dos,  
como la canción que se quedó sin voz.  
 
Habría sido dulce,  
ver la sombra menuda de tus hijos  
bailar bajo mi ventana,  
pequeñas pisadas de luz  
que nunca llegaron a dibujarse en el suelo.  
 
Pero no hubo con quién.  
Nadie que sostuviera el otro extremo del hilo,  
que nombrara contigo los futuros imposibles,  
que tejiera, en las noches,  
los nombres que nunca se usaron.  
 
Ahora solo queda  
el eco de una risa que no nació,  
el vacío de una mano que no creció entre las mías,  
y el silencio,  
ese largo silencio  
donde habitan todos los besos  
que nunca di.  
 
Y sin embargo,  
a veces, en la penumbra,  
creo oírlos:  
voces diminutas,  
pies ligeros,  
corriendo hacia mí  
desde un mundo  
donde sí exististe.