Entre las páginas amarillas de un diario olvidado,
respiro el polvo de mis diecinueve años:
la tinta tímida que trazó versos
como rutas de un mapa sin destino,
sueños de letras que mordían la noche
con dientes de incertidumbre y asombro.
Eras tú, Dios, en el fulgor de las velas de la parroquia,
donde mis amigos y yo alzábamos coros
que trepaban al cielo como enredaderas de fe.
Las canciones—lámparas en la penumbra—
iluminaban nuestras dudas, esas bestias
que gruñían en los rincones del amor.
(¿Cómo conjugar el vértigo del enamoramiento
con la quietud de una plegaria?
¿Cómo ser llama y sombra a la vez,
tropezar en la piel de alguien
mientras las manos se anudan en el rezo?)
El diario guarda sus secretos bajo lluvias de tachaduras:
versos que sangran margaritas marchitas,
confesiones al oído de un cuaderno de hojas cuadriculadas.
Ahí nací escritora, entre las grietas de un alma
que quería ser río y desembocar en el mar de las palabras,
pero temblaba ante el vacío de la página en blanco.
Hoy vuelvo a esos días con la piel gastada de lunas,
reconozco en el eco de las canciones
el latido de un corazón que supo nombrarte
entre el barro y el incienso.
El amor era entonces un rompecabezas divino:
algunas piezas en el altar, otras bajo la almohada,
y todas—en su caos—buscando tu rostro.
Todavía susurran aquellas noches en mi sangre:
el otoño de 1985 mece sus hojas en mis versos,
y en cada palabra, el aroma a incienso
se mezcla con el sabor de las preguntas sin respuesta.
Sigo aquí, Dios mío,
escribiendo en el mismo abismo
donde una vez planté estrellas.