martes, 1 de mayo de 2018

La Siembra

Se levantó a las cinco de la mañana, cogió la faja y la hoz y se fue al campo a segar el trigo; lo hacía desde bien joven al amanecer en la temporada de recogida, primero con sus padres y hermanos y ahora ya solo. Tenía sesenta años y sabía que pronto lo tendría que dejar, aunque no tenía a quién ceder el testigo; le entristecía romper con la tradición familiar, pero las jornadas de trabajo en el campo eran cada vez más agotadoras y necesitaba descansar. Aunque le doliese, había llegado el momento de pensar en vender las tierras.

Sí, lo que le apetecía era poder pasar más tiempo sentado en su sillón delante de la chimenea, leyendo o escribiendo poesías, su verdadera pasión. No había tenido posibilidades de estudiar, pero al hacerse mayor fue a la escuela nocturna y, aunque le había costado un gran esfuerzo había terminado sus estudios. Resultado de aquel sacrificio fue el descubrimiento de su talento para la escritura. Su maestra le había dicho emocionada “escribes unos versos dignos de ser recitados; aunque no lo creas tienes un don con las letras”.

Ahora que pensaba en jubilarse, veía su oportunidad de romper con el círculo vicioso que la rutina del campo había impuesto en su vida desde que tenía uso de razón y, sentado ante su libreta, soñaba con invertir su tiempo libre en sus nuevos deleites. Aunque la televisión le resultaba tediosa y aburrida, había descubierto la forma de viajar sin salir de casa a través de programas de viajes, reportajes y documentales de naturaleza que le servían de banda sonora para sus siestas. Por la noche, si no ponían ningún programa que le interesase, abría su hora mágica en la que viajaba a otros mundos adentrándose en el maravilloso mundo que la literatura le ofrecía.

Su vida era sencilla, pero bien merecía poder disfrutar de ella dando más espacio a sus placeres y relegando las horas de arduo trabajo en el campo.

Sí, vender las tierras y poder buscar una casa en la ciudad iba a ser su prioridad. Si lo lograba dejaría de estar en la profunda soledad rodeada de silencio para vivir en la ciudad donde tendría cerca su lugar favorito, la biblioteca a la que había contribuido con sus donaciones desde que hiciese sus estudios. Soñaba encontrar algún día entre los estantes su propio poemario al que había ido dándole forma durante toda una vida. En su hogar tenía una libreta repleta de poemas y versos compuestos en sus años de destierro en el campo, una colección que quedó atrapada en el olvido al morir la única persona con la que iba a compartir su trabajo: su maestra de la escuela. Su muerte frenó su atrevimiento y dejó los poemas para sí mismo. Aunque jamás se había decidido a compartirlos con nadie, su corazón palpitaba con fruición al leer sus escritos; fue en la biblioteca donde conoció a la joven y simpática profesora que había tomado el relevo en la escuela de adultos. Al principio cruzaron unas simples frases de cortesía, y una tarde coincidieron en un estante al tomar ambos un ejemplar del mismo poeta. La causalidad abrió el secreto que él escondía; la joven se sorprendió de que aquel hombre de aspecto rudo se interesase por la poesía y él confesó que su desaparecida maestra le había descubierto el poder de las letras y le había despertado la afición a escribir sus propias poesías. La joven no dudó en solicitarle poder leer alguna. Él dudó, pero pensó que quizá era la oportunidad que había estado esperando… Quizá era ese el momento de dejarlas salir de la prisión del olvido.

La mañana que fue al banco para formalizar el crédito para su nueva casa, Se llegó a la inmobiliaria y le avisaron de que la casa tenía una historia trágica, la familia que la había ocupado anteriormente, que la componía los padres y sus hijos mellizos había muerto en un trágico accidente, chocando con una furgoneta que se había saltado un Stop. A Alfredo, no le importó y formalizó la compra de la casa. Pero ya tenía una historia que contar a sus hijos y nietos, que vivían en la ciudad y le ofrecieron el ir a vivir con ellos, pero el no quiso. Cuando tuviera la casa acondicionada, les invitaría y verían, lo feliz que era en el pueblo, al lado de la biblioteca.

Pasó por la escuela para ver a la joven y mostrarle su poemario.

—Buenos días, ¿se puede?

—Adelante, ¿qué le trae por aquí? ¿Ya se ha venido a vivir al pueblo?

—Bueno, en ello estoy. No quiero molestarla, pero como me dijo que le apetecería leer algo de lo que tengo escrito, aquí le dejo una muestra.

— ¡Vaya! ¿Ha escrito todo esto?

—Sí señorita, si le apetece para no cansarla, se lo dejo y ya me dice qué le parece cuando haya acabado de leerlo tranquilamente.   

—Sí, haremos eso, pero me tiene que contar cómo encuentra el tiempo para escribir.
—Pues mientras almuerzo voy apuntando ideas y por las tardes o las noches… depende, la inspiración es caprichosa y así poco a poco, aquí tiene la labor de muchos años.

Con la ayuda de los vecinos logró acondicionar la casa para poder disponer de las tecnologías que le permitirían estar al día con el mundo exterior. Sí, iba a aprender a manejar el ordenador, quería tener internet como los jóvenes. Tras unos meses de reformas estuvo instalado y la maestra se acercó a darle la bienvenida.

—Sabía que estaba liado por eso me he esperado a que estuviera tranquilo.

Tras pasar al salón y ofrecerle un café, tomaron asiento.

—En primer lugar, quiero felicitarle por la gran producción y tan magníficamente escrita. Si me permite, ¿le puedo hacer una sugerencia?  No sé si lo habrá contemplado... Pero créame si le digo que esto es digno de publicarse. ¿Me dejará ayudarle? Tengo un amigo en una editorial especializada en poesía y estoy segura de que le podría interesar; si me permite haríamos unas correcciones y las compilaríamos para devolverle un pequeño libro de poemas. ¿Qué me dice?

—Yo...no sé qué decir. ¿De verdad le ha gustado? ¿Y cree que tienen calidad para publicarlos? –dijo emocionado, pensó en su maestra y creyó escuchar su voz animándole a dar el siguiente paso—. Sí, lo pongo en sus manos, ¡qué alegría me da! Esto es mi mayor tesoro y mi mayor deseo, ¿sabe?, me he comprado un ordenador y estoy recibiendo clases para seguir con mi gran pasión: escribir.

—Pues entonces hecho, cuando esté le traigo el libro editado y unos cuantos ejemplares para la biblioteca y para sus amigos. ¿Le parece?

—Muchas gracias señorita. Esto costará algo, dígame lo que cuesta y le pagaré.
—No, no se preocupe por nada, esto lo hago yo cómo un proyecto personal y con mucho gusto.

Aquella noticia le alegró la vida. En unas semanas recibió un paquete con una carta. Nervioso, abrió el paquete y allí estaban los ejemplares prometidos bajo un título que resumía a la perfección su gran labor en la vida: “La siembra”. La carta, le felicitaba por su trabajo y le invitaba a seguir escribiendo. Emocionado, tomó el libro entre sus manos y miró a lo alto. “Gracias maestra”. 

Y por fin con la casa terminada y acondicionada, llamó a su familia para que fuera a verlo y celebrar el día de Halloween, que les gustaba tanto a sus nietos. Pero nadie se presentó y fue a preguntarle a la maestra y esta le dijo que no se preocupara, que vendrían pronto. Pero había algo que no le cuadraba. El del banco le dio el crédito sin rechistar, el de la inmobiliaria le cuenta una historia de un accidente, de toda una familia, pero a él no le suena de nada, ese caso en el pueblo y la joven maestra le edita su poemario gratis. Él se va a la biblioteca, a la hemeroteca y busca periódicos de la fecha aproximada que pudo ser el accidente y se lleva toda la tarde allí, hasta que encuentra lo que busca y en su cabeza se produce un flas, un cortocircuito diríamos y ahí estaba la respuesta, por la que su familia nunca fue a verlo en el último año, ni anterior. Estaba ahí retratada en primera página, su familia, su esposa y sus mellizos, él se salvó, pero perdió el juicio.

Y alguien se le acercó.

Venga don Alfredo, vamos a su casa, le ayudaremos, han sido muchos cambios en poco tiempo y que quisiera volver a su antigua casa, no sé si fue buena idea. Venga tómese su medicación, aquí le traigo un vaso de agua.

—Sí Doctor. Gracias.